La profecia del laurel by Jesús Ávila Granados

La profecia del laurel by Jesús Ávila Granados

autor:Jesús Ávila Granados
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Histórico
publicado: 2005-01-01T00:00:00+00:00


XIX. Entre iguales

Si no puedes poner paz por la igualdad, ponía por la proporción.

RAMON LLULL.

Philippe y yo nos quedamos impertérritos en la entrada de la capilla, al tiempo que el sacerdote realizaba aquel extraño paseo sobre el laberinto, que ocupaba nueve losas aladradas del pavimento. De pronto, vimos que un acólito se aproximaba corriendo.

—¡Mossèn! ¡Mossèn…! —gritó.

Mossèn Michel, al oír aquellas voces, dio un respingo, volviendo en sí, y se calzó inmediatamente. Al vernos a tan poca distancia de donde se encontraba, se sorprendió sobremanera, pues era evidente que no había sido consciente, en ningún momento, de nuestra presencia allí. Su primera reacción fue simular que estaba organizando el altar de aquel oratorio.

—¿Qué sucede? —reclamó el sacerdote mientras nos escrutaba con la mirada.

—Hemos recibido un mensaje desde Carcasona en el que se nos informa de la visita, mañana mismo, de monseñor Geoffroy d’Ablis para presidir la misa de la hora sexta —explicó, jadeante, el acólito.

Aquel nombre nos sobrecogió. La sola mención de nuestro carcelero y perseguidor causó en nosotros un efecto paralizante y aterrador. El párroco advirtió la pálida inquietud de nuestros rostros.

—Bien. Lo esperaba desde hace días; ese mensaje es sólo un recordatorio del que recibí la semana pasada. Con la ayuda de Dios, todo estará listo para la visita de monseñor.

Una vez que hubo entregado el mensaje, el solícito ayudante se marchó del lugar lenta y silenciosamente. Mientras, nosotros nos mantuvimos expectantes, La fría expresión de aquel semblante escrutador nos obligaba a ser prudentes.

—¿Qué deseáis? —preguntó con voz serena.

—Hemos venido a hablar con vos. Sabemos que sois una persona amante de la libertad humana, de la justicia y de los valores espirituales —respondió Philippe.

El capellán pareció relajar algo su gesto, pero mantuvo una posición precavida, de alerta.

—Mi nombre es Michel Delors, procedo de Laon y soy, desde hace dos años, el responsable de esta iglesia —respondió el mossèn. Sonrió de forma relajada y continuó hablando—: Esta capilla es mi favorita; está dedicada a santa Águeda, y tiene una mágica luz cenital que me ayuda a concentrarme en las oraciones.

—Mi maestro y yo somos occitanos, y estamos de visita en esta bastida. Necesito hablaros urgentemente en confesión —pedí con humildad.

—Venid conmigo, acompañadme al confesonario.

—Si no os molesta, preferiría hacerlo aquí, sobre este laberinto, como testimonio de mi confesión.

—Lo que pedís no es habitual, pero cualquier lugar es bueno para ponerse en paz con el Señor. Esperad aquí mismo mientras voy al confesonario a por la estola.

Sabía que sólo en confesión podría confiar en él. Mi promesa era demasiado importante como para arriesgarla de manera poco cautelosa. El párroco se dirigió al otro lado de la iglesia, mientras Philippe y yo lo esperábamos, observando embelesados aquel magnífico laberinto, tan artística y bellamente labrado en el pavimento.

Cuando el padre Michel regresó, besó la cruz de la estola morada, se la colocó sobre los hombros y, acto seguido, le rogó a Philippe que se retirara a una prudente distancia para preservar la intimidad.

—«In nomine Patri, et Filii et Spiritus Sancti…» —recitaba el capellán. En cada oración me bendecía con una señal de la cruz, efectuada con su mano derecha—.



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